jueves, 15 de enero de 2009

Basilio Martín Patino: el espejo de la historia y el juego de ficciones



Basilio Martín Patino es, sin lugar a dudas, uno de los personajes clave en los denominados “Nuevos Cines” de los años setenta. Director de películas tan míticas como Nueve cartas a Berta (1966) o Canciones para después de una guerra (1971), fue además el impulsor de las legendarias Conversaciones de Salamanca (1956), un encuentro de cineastas que pretendía establecer unas directrices de diálogo entre los creadores y la censura. Posteriormente llegaría a ser muy crítico con los resultados de la convención.

Su espíritu contestatario y rebelde le ha convertido, desde sus inicios, en una de las mentes más originales y portentosas de nuestro cine. Una maestría que vino a demostrar de forma temprana con la dirección de dos magníficos cortos: Torerillos y Noveno (1963) que, rodados en clave documental y cámara en ristre, se aproximaban a la frescura del “Cinema Vérité” francés. Todo, para ofrecernos un debate sociológico acerca de la continuidad de la fiesta taurina en nuestro país. Ese conflicto que enfrentaba a la España tradicional y arraigada, con una nueva juventud que ansiaba aires de modernidad y tolerancia. Una necesidad que también late imperiosa en el trasfondo de Nueve cartas a Berta: que es la historia de Lorenzo (Emilio Gutiérrez Caba), un joven estudiante salmantino que viaja a Inglaterra y conoce otras formas de entender la vida. Allí se enamora de Berta (Elsa Baeza), la hija de un exiliado. Después llegará el fatal regreso y la frustración que sólo alivian los recuerdos y unas pocas cartas a aquella Berta idealizada y que habitará para siempre en el recuerdo. Pasión lejana e imposible que comparte añoranza con Hiroshima Mon Amour (1959) de Alain Resnais. Luego vendría la escapada liberadora de Lorenzo “al cielo de Madrid”. Una huida que también protagonizó el mismo Martín Patino, para dejar atrás aquella Salamanca maternal y protectora donde había vivido como un niño privilegiado por el franquismo.

Esa situación supuso para él una carga moral que intentará redimir con la construcción de la llamada Trilogía de la Guerra, un discurso evocador del lamentable pasado histórico. Rodadas en clandestinidad, Canciones para después de una Guerra (1971), Queridísimos verdugos (1973) y Caudillo (1974) se acabarán convirtiendo en un homenaje colectivo que la democracia hacía a la dignidad de los que perdieron la guerra y a cuantos en ella sufrieron. La gente de todo signo político acudió a los cines para ver Canciones…, lo que quizás significaba, como alguien dijo, “El estreno de la libertad”. Aunque también un doloroso encuentro con la hambruna, la miseria y la sinrazón. En ese mismo espacio tendrá cabida también la brutalidad de la especie humana, como veremos en el escalofriante testimonio de los matarifes de Queridísimos verdugos. Ejecutores de garrote vil que actuaban en la España del “gran caimán”. Las imágenes de Franco extraídas del NODO y de archivos extranjeros inéditos, cierran el magnánimo conjunto histórico.

Con posterioridad vendría Madrid (1987), un intento de adecuarse a los tiempos y capturar la esencia de la capital en los años posteriores a la caída del régimen. Ciudad insinuante y contradictoria, donde se cruza lo moderno y lo castizo, sutil seductora que siempre atrae “forasteros complacidos”. Como ese Hans, un realizador alemán que llega para realizar un documental sobre las consecuencias de la Guerra Civil y la nueva vida de los españoles.

Mucho más lograda se muestra La seducción del caos (1991), un verdadero juego de ingenio que pone sobre la mesa el eterno dilema postmoderno en el que nada es lo que parece. En él, Hugo Escribano (Adolfo Marsillach) es un intelectual fascinado por el arte y principal sospechoso de un asesinato sin resolver. Una serie de pistas afortunadas nos llevarán a averiguar el culpable. Mientras, diferentes alteraciones del raccord, expuestas en clave televisiva, nos sitúan ante el fraude de las falsificaciones de obras de arte (Fakes). La disyuntiva surgirá a la hora de enjuiciar el goce estético. La pregunta es, si causan el mismo placer que las originales, “¿Serán las cotizaciones un factor tan importante en la estimación estética del arte?”. Por entonces ironía y sarcasmo se apoderarán del resto de su filmografía. Para el autor, hacer cine supondrá una manera de cuestionarse lo incomprensible y “romper espejos, apariencias y autoafirmaciones”, alejándose para ello de tradicionalismos obsoletos.

Los siete capítulos que comprenderán la serie Andalucía, un siglo de fascinación (1996), indagarán en la Historia (como en El grito del Sur : Casas Viejas) y en los tópicos de lo andaluz y de lo hispano (Ojos verdes) exigiendo al espectador un ejercicio de mayor inteligencia, sobre todo por que mezclará las imágenes y datos reales con ficciones para construir una sarta de mentiras verosímiles. Un simulacro, próximo al Buñuel de Las Hurdes, Tierra sin pan (1933), que pretende liberar al espectador del condicionamiento de lo histórico, para que cree éste su propia interpretación de los hechos.

En este sentido, Patino se sumerge en otra aventura arriesgada, pero sus obras, no lo olvidemos, son ficción. Una ficción redentora que nos habla de la necesidad de purificarnos y olvidar el pasado. De renacer quizá, como en Octavia (2002), desnudos a lomos de un caballo blanco, metáfora de la otra añorada libertad.


Publicado en la revista Azul Eléctrico - Cultura Subterránea (nº9-2009)

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